La niña molécula estaba triste. En su pequeña parte del mundo aún le costaba comprender así que decidió salir al jardín y dejarse acompañar por los árboles.
Pasó un gran rato escuchándolos pero ellos no supieron darle respuestas. Continuaba triste aunque esta vez a diferencia de otras no quería huir. Permaneció junto a la naturaleza y se dejó abrazar por ella ya que era lo que más le gustaba.
Durante mucho tiempo no levantó los ojos de la tierra. Se encerró en un silencio huraño y osco, como si nunca antes hubiera emitido sonidos. Las noches pasaban oyendo los aullidos de los perros en la lejanía que la mantenían despierta hasta altas horas y el aire que se colaba por las ranuras de los ventanales.
Así transcurría su tiempo hasta que una tarde llamaron a su puerta. La niña molécula miró por el gran ojo de la cerradura pero no pudo ver nada. Abrió entonces y allí, justo delante de ella, con una altura de no más de cinco centímetros vio a un pequeñito titiritero.
Se agachó y lo sostuvo en la palma de su mano.
– ¿Cómo te llamas?
– Tomás respondió él.
– ¿Para qué has venido? ¿Cómo me has encontrado?
– Vine para ofrecerte compañía si es que me lo permites y para hacerte comprender.
Pasaron varios días juntos en los que aprovecharon para pasear por el campo, salvar insectos del agua, recolectar puntillas y puertas antiguas, contemplar las estrellas y contarse montones de historias.
Sin darse cuenta llegó el día en que Tomás tenía que partir. La niña molécula se entristeció pero no quería mostrárselo al pequeño titiritero para no preocuparlo. Además, aún sus preguntas estaban en el aire. No había recibido ninguna respuesta y pensó que era el momento de volver a quedarse sola. Para no pensar mucho se entretuvo utilizando el color. Con amarillo cadmio dibujó girasoles. Algo de azul de prusia para el cielo y el aire verde con un toque de rojo hierro.
Volvió a venir la noche. Al igual que las anteriores se repetían los mismos sonidos pero de pronto escuchó un ruido nuevo. La niña molécula asomó su cara al campo … … allí, entre los matorrales había un erizo y para su sorpresa el animal hablaba. No sabría decir si estaba soñando o no pero lo que sí recordaba a la mañana siguiente fueron sus palabras … … El amor llena el mundo.
Por fin la niña molécula entendía (T.Aguilar).