Poesía del objeto

 

He de confesar que soy una adicta a la ropa vieja y los objetos antiguos. Me gustaba de pequeña cogerle ropa a mi madre, y en casa de mi tía, subir al doblado y rebuscar en un viejo arcón. Lo que me conecta con cada objeto o con cada prenda es la historia que lleva detrás. La que sé o la que puedo imaginar. Resulta impresionante los miles de secretos que una simple tela puede guardar en cada uno de sus trazos. Historias de amor, de reencuentros, de infancia.

Recuerdo las visitas a mi abuela en el pueblo como un banquete para mi curiosidad. Era costurera, y en el salón, había una gran mesa de corte. Debajo de esta mesa, mi abuela guardaba hilos, telas, botones, cremalleras. Un mundo lleno de colorido que abría mi imaginación.

También me gustaba ver como cogía su cajita de fotografías, y con mucha lucidez, me describía la historia de mi pueblo y me mostraba imágenes donde nos sonreía el más antiguo de nuestros antepasados.

 

 

Todas las familias guardan recuerdos, y estos, nos hacen evocar a nuestros seres queridos. Los objetos forman un puente entre el pasado y el futuro.  Me gusta usar los objetos heredados de mis familiares como algo natural. Fotografías, películas y textos, para conservar en el tiempo lo que está desapareciendo o lo que ha desaparecido ya.

Tengo una conexión fuerte con pequeñas cosas que fueron de alguien que las cuidó o las representó. Me gusta pensar que soy su guardiana y que al tenerlas, una pequeña parte de esa persona aún sigue conmigo. Hay veces, en que alguna prenda de ropa, me hace rememorar no sólo la apariencia física de alguien, sino también lo que me transmitió o lo que me enseñó.

 

 

 

La mayoría de las veces, cuando vivimos cerca de la familia, no nos tomamos el tiempo necesario para observarlos y guardar un retrato fiel en nuestra memoria. Tenemos la sensación de que siempre van a estar ahí y que podremos verlos cuando queramos. Somos conscientes de que existen, y que podemos recurrir a ellos cuando sea necesario. Pero no somos conscientes de que no son eternos, ni de las circunstancias de la vida que puedan alejarnos de ellos más adelante. Nos vemos tan envueltos en la vorágine de nuestro día a día, que cuando queremos rememorarlos y estamos lejos, notamos interferencia en la imagen de nuestro recuerdo. Al no haberlos mirado con atención cuando estaban presentes, nos es muy difícil poder recordar su imagen con claridad, se deforman, se convierten en una mancha borrosa que luego tendremos que reconstruir como podamos, para no olvidarlos del todo.

He tenido la suerte de crecer conociendo a mis abuelos y tíos. Eso, para mi, es un gran tesoro. Su amor y sus historias no tienen precio. Es una pena perderte la historia familiar, porque tú eres todos ellos.

Me seduce la idea de trabajar con objetos e imágenes que remiten a la memoria de algo desaparecido o “fantasma”. Objetos que simbolizan la presencia de la ausencia, algunas veces estando la ausencia relacionada con la muerte o simplemente con la falta momentánea de alguien.

 

 

Estos días he recuperado el vestido de novia de mi suegra. Lo he lavado y planchado, y me he ido al campo a hacer fotitos. Le he tenido que coser algún agujerito, pero me gusta trabajar desde las ruinas, reutilizar materiales que el sistema capitalista desecharía para reflexionar sobre nuestro presente e imaginar nuevas realidades. Porque a veces, lo que me interesa, es el objeto sufrido, el que ha sido transformado por algún agente externo, como el sol, el mar, la arena. Objetos antiguos, deteriorados, cubiertos por una capa de polvo del paso del tiempo sobre ellos, caducos en su uso cotidiano. Liberarlos de ese uso cotidiano y utilitario dándoles la posibilidad de cambiar de sentido y de utilización para convertirlos en poesía.

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